CARTA A DANIEL SOLOMONS
Querido Daniel, te advertí de lo que iba a pasar si entraba en esa sala. No me creíste o me creíste demasiado y por eso, casi jugando, me pediste permiso para vendarme los ojos, y que confiara en ti, que te tomara de la mano. Me llevaste por pasadizos que no vi (a veces estrechos porque nos teníamos que agachar y a veces tan amplios y ventilados que nos agarrábamos fuerte el uno al otro para luchar juntos contra el huracán que presentíamos que se avecinaba), por caminos irregulares (tuvimos que dar un par de saltos, girar en ángulo recto en varias ocasiones, avanzar en zigzag de cuando en cuando), durante un tiempo que parecía no durar o que duraba demasiado (quizás, en secreto, me administraste una droga porque el efecto era muy semejante al que éstas producen), sin dejar de hablar para impedirme memorizar el trayecto como si yo fuera, en efecto, un secuestrado. Luego, cuando me abandonaste ahí, en el conjunto de habitaciones donde exponías tu obra, cuando cerraste por fuera la puerta de acceso a ella, cuando me informaste de que no me liberarías hasta que transcurrieran algunas horas (escuché “horas” pero quizás habías dicho “días” o “meses” o “años” o “nunca”), yo ya sabía lo que me iba a pasar.
Me quité la venda, respiré hondo, dejé que poco a poco el espacio adquiriera sus dimensiones normales, me froté los ojos. Y ahí, de repente, y tal como me temía, estaba todo eso acechándome. Esas planchas de acero inoxidable pulido, separadas (o separándose) medio centímetro de la pared y del suelo en el interior de las cuales se arrebujaban colores ateridos. Parecían quietas, mansas, pero vibraban como animales en celo, como bestias hambrientas. Parecían materializaciones de ideas puras, el capítulo de un tratado de metafísica, pero eso no era más que una argucia para ocultar morbideces, deseos, carnalidades, cuerpos en tensión. Parecían hijas de la cordura geométrica, del buen orden conceptual, de la falta de complejidad de un universo bidimensional, pero en realidad, a poco que uno se concentrase en ellas, se sentía tironeado hacia esa zona en sombra donde la locura, el misterio y el sinsentido, que necesitan de sus tres dimensiones para gobernar lo ingobernable, tienen su guarida. Parecían finitas y amistosas, pero eran el rincón donde el infinito se había echado para digerir mejora sus enemigos.
Me fui levantando con lentitud para no poner nerviosos a esos triángulos, a esas cajas, a esa especie de biombos de dos o tres hojas, a esos túneles separados en secciones que reptaban por el suelo, a esas barras planas: volúmenes que destellaban como espadas desenvainadas, como espejos hambrientos. Metal afilado, mente afilada: si uno da un paso en falso corre el riesgo de que le degüellen. No dar ningún paso en falso, entonces. Incorporarse centímetro a centímetro para no despertar recelos, bamboleándose con gracia como hacen los encantadores de cobras para hipnotizarlas, sin brusquedades, sin prisas.
Y, una vez de pie, ponerse de manera natural, incondicionalmente, de parte de los colores (negros y blancos, azules y naranjas, grises y amarillos, rojos y verdes) porque será en ellos, me dije, donde encuentre mi salvación. Los colores y los brillos, que se refugian en ellos como la liebre en la madriguera cuando la persigue el zorro. Los colores hablando en favor de uno (en favor mío) ante un tribunal de volúmenes ávidos de culpables. Los brillos usando las artimañas legales de la percepción para librar al reo de acusaciones falsas, de crímenes falsos, de la verdad (estética, social, ontológica) falsa. Ya de pie, avanzar, rodear, acercarse, alejarse, agacharse, mirar de reojo, analizar. Eso hice, Daniel. Tembloroso pero sin perder la serenidad, desfeliz pero en mi centro por primera vez en mucho tiempo, astuto pero sin ganas de engañar a nadie. Veía fantasmas que no me asustaban: el del viejo Mondrian, un cascarrabias que hacía aspavientos para que le dejáramos en paz; y también el de Malevitch, el de Max Bense, el de Lucio Fontana, todos ellos con un plus de densidad, de dramatismo y de dinamismo, los propios de espectros que sobreactúan dada su nueva condición irreal, que me hicieron sonreír. Veía sin ver esos y otros fantasmas y también una frase que parecía titilar en el aire: “el sueño de la abstracción produce monstruos”. Fantasmas, una frase: eso me tranquilizó porque ahí, en ese territorio, que es el de la poesía y el de pasión, me siento en casa, se alza mi casa; y no importa que en la frase los protagonistas sean los monstruos de la abstracción o los monstruos de la monstruosidad porque, transformados por las palabras, dejan de ser terribles y se disponen a ser bellos o por lo menos a intentarlo.
Casas mínimas que trepan por las paredes como por una montaña, que se despliegan por el suelo como por un valle, que se abren y se cierran para que entren y salgan habitantes y forasteros. Casas, de repente, habitables, disponibles, para mí. Al darme cuenta de esto, Daniel, un relámpago de lucidez que me cayó no sé desde dónde, dejé de estar atemorizado. Nada de volúmenes asesinos. Nada de cuchillos chirriando contra la piedra de amolar. Nada de alimañas emboscadas. Nada de colores navegando sus témpanos para hundir el transatlántico de mi alma. Todo eso seguía estando, pero como posibilidad imposible, como certeza incierta, como prueba improbada, como insolación sin sol. Sin tener que renunciar, paradoja de paradojas, a sus principios, la abstracción como una casa,la geometría como una casa, el álgebra de los materiales como una casa: la habitabilidad de lo inhabitable (y, quizás, también, y complementariamente, la inhabitabilidad de lo habitable), esa quimera del pensamiento y de la existencia, expresada con inteligencia y sensibilidad extraordinarias en esas salas tuyas.
Ahora fui yo el que cerré los ojos. Me tumbé en el suelo y me puse a dormir. Se estaba bien allí. La frialdad era cálida. La solidez se había vuelto mullida. El chillido del acero inoxidable de pronto maullaba como un gato. Estaba en casa. Era mi casa. No sé, Daniel, si me abandonaste allí para que lo aprendiera algo esencial sin tener tú que explicármelo (lo que uno no aprende por sí mismo no sirve para nada) o si lo hiciste como carnaza para tu obra (para alimentarla con seres vivos), como ofrenda a tus dioses (o a tus demonios), como una manera de librarte de mí. Da igual. Cuando vuelvas a buscarme (horas, días, meses, años o nunca) ya no me reconocerás, ya no me encontrarás. Porque estaré dentro, convertido en color o en ángulo, de una de esas casas.
Y porque, una vez que ese acto alquímico haya tenido éxito, también tú y todo lo que te representa os habréis desvanecido para siempre.
Un fuerte abrazo,
Jesús Aguado
Poeta, Traductor y Antólogo