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ORDEN MENTAL Y CREATIVO EN LA OBRA DE DANIEL SOLOMONS

 

“A pesar de lo que puedas creer, los sucesos no son reversibles. El hecho de que hayas podido entrar, no significa que puedas salir; las entradas no se convierten en salidas, y nadie te garantiza que la puerta por la que entraste hace apenas un minuto esté aún allí cuando la busques un instante después”.

 

AUSTER, Paul: El país de las últimas cosas. 1987.

 

 

 

El estudio de las relaciones intercurrentes entre ciencia y cultura, y más singularmente entre las funciones cerebrales y la creación artística, son en la actualidad tema de moda que ha acuñado un nuevo término, neurocultura, disciplina que, mediante los nuevos avances en la investigación de los procesos cerebrales trata de aportar claridad sobre nuestras opciones y decantaciones en cuestiones de pensamiento, conducta o sentimientos. Como se hacía hincapié hace pocas semanas en un suplemento cultural: “Si queremos decodificar las percepciones y los sentimientos y los pensamientos e ideas que mueven las sociedades humanas, hay que conocer los mecanismos a través de los cuales ese órgano que llamamos cerebro las produce”.i El conocimiento exhaustivo de las reacciones químicas, del ordenamiento y función de las terminaciones nerviosas podrá conducirnos en un futuro a un conocimiento más explícito de nuestra concepción del mundo, de nuestro ser y, por ende, de nuestra forma de percibir y producir esa fracción de la realidad en apariencia tan inútil como es el arte. Ello, sin embargo, produce de igual modo miedo que desconfianza; ¿verdaderamente nos gustaría poder reconocer los mecanismos condicionantes y condicionados que marcan las pautas de la creatividad? ¿No es, precisamente, ese enigma, lo que comunica la acción artística, el arte, con el fascinante territorio de lo mágico, de lo taumatúrgico? Tal vez, si todos los porqués quedan resumidos en sistemas binarios, ecuaciones matemáticas o formulaciones químicas, ni usted –estimado lector- ni yo nos encontraríamos ante estas páginas.

 

Todo este preámbulo halla su razón de ser ante las obras de Daniel Solomons y las circunstancias de su vicisitud artística y vital, tan entrelazadas. Porque, para un artista que se define medio anglosajón, de ascendencia judía, marcado y educado entre Madrid y Londres, que ahora ha encontrado asiento en Málaga, permanecer no es un verbo transitivo. Lo permanente se hace un capricho del lenguaje para quien, tras diversos accidentes cerebro-vasculares a una edad insólita, ha quedado marcado en su metodología y patrones de enfrentamiento con el devenir diario. Quedar con el contador a cero, perder la memoria, olvidar los mecanismos de acción y coordinación más primarios, deben ser una espada de Damocles aún más afilada cuando existe la probabilidad de que estos episodios se reproduzcan, nadie sabe cuándo, nadie sabe dónde ni en qué circunstancia. Que el proceso de aprendizaje fuera el motor que marcara sus ganas de seguir adelante queda resumido en una de sus frases: “ser siendo”. Quedar parado significa abandonar, elevar la inevitabilidad del futuro, del destino, a marco de desenvolvimiento permanente. “Para morir sólo se necesita estar vivo” reza un dicho popular. ¿Deberíamos, por tanto, quedar siempre a la expectativa? ¿Para que vivir entonces, si el desenlace no hay autor que pueda evitarlo? Algo jamás le hemos preguntado al artista, aunque tampoco hace falta hacerlo para conocer la respuesta: en ningún momento olvidó la necesidad de seguir creando.

 

No queriendo abandonar todo el análisis a los condicionantes vivenciales, debemos ser conscientes que el arte de Solomons se rige por pautas bien definidas y cabe quedar enmarcado en la línea de una genuina abstracción lírica, efectiva y efectista, que bebe de variadas fuentes. Confieso que al auscultar, en la cercanía, la primera trama de uno de sus lienzos, no en su dimensión total sino en cuanto que fragmento, se me aparecieron ciertos pasajes de obras de Hernández Pijuan. Puede que fuera casualidad, pero el conocimiento contenido en aquellas redes imperfectas y frágiles, vibrantes y mágicas, que suponen el paso en la década de los setenta de posturas espacialistas a una pintura más contemplativa en la trayectoria del pintor barcelonés –recuerdo especialmente una obra majestuosa “Llapis plom 4H-H-B-2B-4B-6B”, la serie “Línia vertical” y las series gráficas de los noventa “Del Jardín” y “Roturat”-, parece revivir en algunos de estos lienzos.

 

No resultaría difícil, por todo lo revelado con anterioridad, condicionar las opciones plásticas y estéticas a la dialéctica contenida en el conflictivo par de antónimos enfrentados Memoria/Desmemoria. La trama como urdimbre regular con la que solemos representar un sistema de archivo tan simple cuan complejo, es tan ficticia como efectiva. Si nos obligaran a dibujar un esquema abstracto de la memoria, con seguridad lo plasmaríamos en forma de panal regular en base a celdas estancas. Más allá de la dimensión pictórica, este interés de Solomons por plasmar el enfrentamiento entre la ausencia de recuerdo y los dispositivos que los seres humanos habilitamos para sortear el olvido se pone de manifiesto en un proyecto de instalación, aún por realizar, nominado “Post-it”. Los miles de recuadros amarillos de papel, sin anotaciones algunas, guardan concomitancias con la conocida pieza “Las cosas más importantes no son cosas” de Esther Partegás, presentada en Arco ’06; sin embargo, mientras el post-it de acero de la artista catalana sólo es soporte para la poética, en el caso de Solomons la poesía se hace recaer en el objeto cotidiano desnudo.

Estas relaciones se ven reforzadas al descubrir las concomitancias, no sólo nominales, existentes entre su serie pictórica “El traje gris” y el compendio “El quadern gris” de Josep Pla, uno de sus autores preferidos, título del dietario que el controvertido y prolífico escritor ampurdanés reescribió durante gran parte de su vida. Y digo reescribió, porque este conjunto de pasajes, anotaciones, detalles, sueltos, etc., era continuamente reformado, rehecho, reescrito desde la memoria diferida, como un método para alcanzar una perfección imposible.

Hablando de esta última y controvertida noción, la presencia constante e ineludible de la imperfección en cualquier proceso conducente al alcance de la perfección, es otra de las tesituras recurrentes en la trayectoria y búsquedas del artista. Recientes estudios han relacionado la belleza con la simetría del rostro, del todo con las partes. Y probablemente sea cierto, tan cierto como que la atracción nada tiene que ver con la belleza. Nada nos parece más atractivo que la leve, la sutil imperfección de la disimilitud, de la disimetría. La geometría se hace imperfecta, queda contaminada en su pulcritud –si algo así pudiera ser posible- también en la pieza escultórica Memobox. La estética postmoderna, como antes lo fue aquella de las vanguardias, del barroco y del gótico, se ha nutrido de la distorsión proporcional, aquello que en otras fechas ha ejemplificado la fealdad, la imperfección, el exceso.

Las líneas no se cortan a ejes axiales, ni siquiera consiguen mantener la continuidad; muy al contrario se fragmentan, se quiebran y retuercen, entrecortadas dejan espacios vacíos, lagunas sin carga informativa ni rastros de lo que alguna vez pudo ser. Como en un austeriano universo todo parece haber sido barrido por el viento de la desolación. Un eslabón perdido en la cadena, la ausencia de una palabra en mitad de una frase deshacen cualquier estructuración lógica, condenando cualquier sistema a una paulatina e inexorable desaparición. “El sistema de clasificación se había desorganizado por completo, y con tantos libros desaparecidos, era casi imposible encontrar el volumen que uno buscaba. Teniendo en cuenta que había siete pisos de archivos, el hecho de que un libro estuviera fuera de sitio era lo mismo que si hubiese dejado de existir”. 

 

En relación a su adscripción idiomática, Solomons se enfrenta directamente con la hégira de émulos que siguen el post colour field más radical, aquel que reniega de la ilusión de profundidad y que fían el impacto a la potencia del color bajo una esquemática de planitud y la dimensión desmesurada. Nuestro cosmopolita pintor, por el contrario, está convencido de que la vibración parte del ocultamiento y de las matizaciones entre un fondo en apariencia neutro –aunque pocas veces actúa como tal, puesto que es inevitable e indispensable soporte de proyección y respaldo de la forma que sobre el se inscribe, incluso cuando esta es no-figurativa-, y una forma superpuesta que actúa como celosa que se repliega o se abre según unas motivaciones que nos son del todo desconocidas. En estos enmarcamientos y ocultamientos podemos encontrar concomitancias con la labor, cada uno en su parcela, de los artistas alemanes Marco Breuer y Tom Früchtl.

 

Como menos efectismos que aquellas, pero con un indudable paralelismo en el impacto, las piezas últimas de Solomons pueden también relacionarse con las obras de Amelia Moreno de las series “Iridia” (2006) y “Sobre territorio oscuro” (2005). La inclusión de un entramado protagonista sobre un fondo que actúa, a un tiempo, como magma neutralizador y como eje impulsor del todo, actúa de modo similar aunque la intencionalidad última sea muy distinta. En el caso de Solomons la voluntad estriba en un discurso que engarza la vivencia personal con el plano creativo, que sirve a su vez de terapia que conjura cualquier miedo. Cualquiera de estos lienzos puede y debe definirse como inabarcable al descubrimiento y clasicista en cuanto a su efecto. A pesar de la formación adquirida derivada del Diseño, no cabe duda alguna del amplio conocimiento sobre claves pictóricas que atesora el creador afincado en Málaga. En las obras de la suite “El traje gris” hay una obvia estructuración formal derivada de la pintura clásica de raigambre hispánica: la sombra, la veladura, la volumetría adquirida y fingida mediante el recurso de la unión o desunión de líneas paralelas y perpendiculares, parece plegar el lienzo, hincharlo, siempre con la delicadeza de gestos adquiridos y sin alharacas. Son los matices que, a distinta escala –desapegándonos del tema y del diacrónico parangón- advertimos en los pliegues de los ropajes de Zurbarán, en la neutralidad infinita del plano-tierra velazqueño, en los celajes que cierran y otorgan consistencia a los fondos riberescos.

 

Por último, la noción de inabarcabilidad se alcanza con el tiempo: cada obra de Solomons jamás es la misma, cuanto más se mira más detalles, otros detalles, se descubren. Esto despierta en el espectador un desequilibrado estado que conjuga incomodidad y curiosidad, tal vez porque caiga en la cuenta de que –como nos recuerda el admirado Steiner parafraseando un aforismo de Wittgenstein- el conjunto completo de datos sensoriales y empíricos recogidos por el raciocinio y la ciencia, no son ni serán nunca todo lo que existe.

 

 

MORA TERUEL, F.: Neurocultura: todo está en el cerebro. ABCD, nº 817 (29/09/2007). ii AUSTER, P.: El País de las últimas cosas. Barcelona, 1996. (pp. 130- 131). iii STEINER, G.: Gramáticas de la Creación. Barcelona, 2001. (pp. 24- 25).

 

Iván de la Torre

Crítico de Arte y Comisario

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